Recuerdo aquellos años con una pequeña sonrisa en mis labios. Aquellos tiempos en los que la única preocupación era qué hacer para liberar la energía que crecía dentro.
No olvido las riñas por el balón, las heridas en el pecho abiertas por la burla, pues la coraza era todavía esponjosa o simplemente no se llevaba... se vivía a pecho descubierto. Todos éramos más frágiles, más cristalinos, más inocentes, pero con una gran capacidad de cicatrización.
Tampoco borro la primera pelea, la sangre vertida en el suelo, el miedo escénico, la vergüenza pública, la herida causada al amigo, el perdón indudable; las batallas de infantes por un territorio de amistad, el amigo del alma, el enemigo a la espalda; el futuro virgen abierto a mi antojo, la posibilidad de elegir, la capacidad de navegar en sueños sin fronteras.
Pero sobre todo añoro los amores de inocencia: la conquista de la niña de mis ojos, las princesas inalcanzables que sólo se rozan en los sueños imberbes; mi primer no, mi primer sí; el rocío de sus labios, el olor de su pelo; la tensión de su cuello, el temblor de las manos, nuestro vello rasgando el cielo. ¡Oh!, el rubor ante el nacimiento de sus pechos, el surgir de la mujer en forma de niña, su picardía aplastando mi inocencia; el brotar de mi bozo, el hallazgo del bálano, el alzamiento de mi estandarte, el derrame de mi ser.
Recuerdos que me traen a lo que soy, y echando la vista atrás me rememoro trotando las sendas que peinaban los afables prados, los sencillos y coloreados, ahora abruptos y secos, donde la cita con el candor se halla en contados oasis que me sostienen cuando la desazón toca mi puerta.
No olvido las riñas por el balón, las heridas en el pecho abiertas por la burla, pues la coraza era todavía esponjosa o simplemente no se llevaba... se vivía a pecho descubierto. Todos éramos más frágiles, más cristalinos, más inocentes, pero con una gran capacidad de cicatrización.
Tampoco borro la primera pelea, la sangre vertida en el suelo, el miedo escénico, la vergüenza pública, la herida causada al amigo, el perdón indudable; las batallas de infantes por un territorio de amistad, el amigo del alma, el enemigo a la espalda; el futuro virgen abierto a mi antojo, la posibilidad de elegir, la capacidad de navegar en sueños sin fronteras.
Pero sobre todo añoro los amores de inocencia: la conquista de la niña de mis ojos, las princesas inalcanzables que sólo se rozan en los sueños imberbes; mi primer no, mi primer sí; el rocío de sus labios, el olor de su pelo; la tensión de su cuello, el temblor de las manos, nuestro vello rasgando el cielo. ¡Oh!, el rubor ante el nacimiento de sus pechos, el surgir de la mujer en forma de niña, su picardía aplastando mi inocencia; el brotar de mi bozo, el hallazgo del bálano, el alzamiento de mi estandarte, el derrame de mi ser.
Recuerdos que me traen a lo que soy, y echando la vista atrás me rememoro trotando las sendas que peinaban los afables prados, los sencillos y coloreados, ahora abruptos y secos, donde la cita con el candor se halla en contados oasis que me sostienen cuando la desazón toca mi puerta.