Todos los días se acercaba al buzón a comprobar si la carta había llegado. Cada mañana, nada más abrir los ojos, su primer pensamiento era saber si la barriga del viejo cilindro metálico tendría algo con lo que espantar el hambre.
Se incorporó en la cama, buscó a tientas las descosidas zapatillas de paño, y acomodándoselas en sus pies con ritmo sosegado, lanzó un suspiro que hizo volar las cartas desperdigadas de la mesilla. Se acercó al pequeño espejo que le desafiaba desde la pared y observó, sin mucho interés, su rostro que hacía de autorretrato en el museo de su habitación. Las canas revueltas coronaban sus sienes y la espinosa barba le servía para ahuyentar el picor de sus manos. Mientras sacaba la lengua, no sentía que se burlaba a sí mismo, sino que viéndose de tal guisa, se daba cuenta de que su vida no le llevaba a ningún lado.
Se incorporó en la cama, buscó a tientas las descosidas zapatillas de paño, y acomodándoselas en sus pies con ritmo sosegado, lanzó un suspiro que hizo volar las cartas desperdigadas de la mesilla. Se acercó al pequeño espejo que le desafiaba desde la pared y observó, sin mucho interés, su rostro que hacía de autorretrato en el museo de su habitación. Las canas revueltas coronaban sus sienes y la espinosa barba le servía para ahuyentar el picor de sus manos. Mientras sacaba la lengua, no sentía que se burlaba a sí mismo, sino que viéndose de tal guisa, se daba cuenta de que su vida no le llevaba a ningún lado.